Hoy se debe estar respirando una tensa calma en la Patagonia. Los dos grandes proyectos de represas que amenazan con instalarse en la zona se encuentran flotando en el aire. Por una parte, la Central Río Cuervo fue aprobada recientemente y la causa está siendo vista por la Justicia, por la otra, HidroAysén acaba de vivir el que parece -y esperamos sea- un importante revés en manos del recién instalado Comité de Ministros.
Me referiré a este último proyecto y su actualidad, porque una de las cosas interesante de HidroAysén es que por su supuesta importancia económica, su tamaño, la magnitud de sus impactos y su relevancia política, es el caso insigne del Sistema de Evaluación Ambiental. El proyecto ha estresado al sistema hasta el límite y lo llamativo, es que bajo ese nivel de tensión, cada nuevo paso tiene una infinidad de aristas para analizar. En ese contexto, una de las que hoy llama mi atención es el rol de los políticos en la decisión de los proyectos, pues la del Comité de Ministros es una determinación política independientemente de que ella se base en argumentos legales (que estoy seguro tiene de sobra).
Lo que le pasó ahora a HidroAysén es lo que podríamos llamar “el efecto promesa”, mismo que sufrió en su momento la Central Barrancones cuando fue detenida directamente por el ex-presidente Piñera, actuando en consideración de la palabra empeñada durante su campaña electoral de proteger Punta de Choros. En el caso de HidroAysén, aún cuando las promesas de la presidenta Bachelet no han sido tan directas y se han limitado a un “en estas condiciones, no”, es un hecho que la expectativa ciudadana es que las represas sean rechazadas y eso lo sabe este gobierno, y lo sabía perfectamente el anterior que no resolvió nada hasta ya perdidas las elecciones. Con más elegancia y apego a la institucionalidad, pareciera que Hidroaysén debiera seguir el mismo destino que Barrancones.
¿Es un error que los políticos decidan sobre proyectos con impactos ambientales? Hoy el discurso tecnocrático hace parecer que sí. La base de la idea, es que los políticos no tienen los conocimientos suficientes y que además toman decisiones en base a cálculos electorales, lo cual los hace poco confiables. En contraste, los expertos técnicos poseerían conocimientos objetivos y no tendrían motivaciones electorales ni sesgos ideológicos, por lo que sus decisiones serían preferibles.
Pero, sin negar la importancia y necesidad de tener expertos técnicos en el proceso de toma de decisiones, especialmente en las ambientales, creo que es un error caer en el discurso fácil de la eliminación de la política, pues ello no es ni tan simple, ni tan claro, ni mucho menos útil. Primero porque no todo técnico experto tendrá la misma opinión o valoración de un proyecto. Un biólogo y un economista, por ejemplo, evaluarán una misma iniciativa desde perspectivas muy distintas. Incluso dos economistas podrían tener una diferencia fundamental de opiniones.
En segundo lugar, porque la participación de instancias políticas asegura -al menos en teoría- que las decisiones tengan algún nivel de legitimidad democrática, pues a diferencia de los técnicos, el trabajo de los políticos depende de nuestros votos y eso es precisamente lo que explica el efecto promesa, para bien o para mal.
Otra discusión muchísimo más larga es en qué momento y de qué formas deben intervenir las instancias políticas y como se equilibran sus consideraciones con las de carácter técnico, así como si el balance que hace nuestro sistema es adecuado.
Esa discusión se enmarcaría en lo que me parece más relevante destacar a la hora de evaluar el rol de los políticos en materia ambiental. Porque más allá del caso a caso, son ellos quienes tienen las herramientas y autoridad para cambiar el panorama general, y es ahí donde más se necesita que actúen. Lo ideal parecería evitar que proyectos que no pueden ser aprobados por falta de legitimidad (sin perjuicio de que en el caso además hayan ilegalidades) no avancen tanto en el sistema o derechamente no sean presentados si no reúnen algunas condiciones mínimas.
Lo que deberíamos preguntarnos entonces, es cómo hacer que el sistema filtre también en esa variable y además propenda a aumentar la legitimidad de los proyectos, no sólo de manera formal sino que también de cara a la ciudadanía. Esto probablemente implica empoderar a la sociedad civil y quizás complejizar el sistema.
El caso de HidroAysén es uno más de los ejemplos que nos hace el favor de recordarnos que es en ese laberinto – que esperemos no sea eterno- en el que nos encontramos hoy. Para encontrar la salida, probablemente requiramos de un nivel de acuerdo social que permita restablecer las confianzas y rebalanceé los derechos de los actores en el sistema.